sábado, 15 de septiembre de 2012

Recuerdos de una mente irreal...


            Bailábamos. Ahora no recuerdo quien era: posiblemente fuera Marta. Era una noche espectacular: todos íbamos vestidos de gala. Apenas se quejaba ella de no estar con su amado bailando el agarrado un-dos cuatro pasos hacia delante y cuatro hacia atrás cuando lo vio. Era él: deseaba estar con él. Entonces fue cuando yo la animé a ir en un repentino cambio de parejas. Curiosamente estaba mi amada Norah Jones bailando sola y me abalancé precipitadamente sobre ella.

            Ella hablaba (habla) inglés, y yo apenas lo sé chapurrear. A ella la entendía a la perfección: era (es) una diosa del blues. Y bailamos: bailó conmigo. Me sentía el tío más afortunado del mundo: mi patetismo rozaba el extremo al no saber gesticular apenas dos palabras en inglés por mi inexperiencia en el idioma. Odié con fuerza el pasotismo de las clases en el instituto, en el colegio. Ahora sabía que debía haberme esforzado más porque, al fin y al cabo, no era (no me parecía) tan complicado. Y ese patetismo estuvo presente en mi vida, en nuestras vidas, durante toda la noche. Apenas pasado un minuto (y poco más), ella me abandonó, a mi suerte, solo. Corrí tras ella y como alguien que ha perdido a su mamá le pedí bailar (de aquellas formas) un rato más a la mismísima Norah Jones.

            Sabía que no aceptaría, pero al menos debía intentarlo: jamás tendría otra oportunidad como esta, tal vez nunca más en la vida. Aceptó (¡GRACIAS! – pensé agradecido) y bailamos, pero esta vez en mi casa. Fue instantáneo: en un abrir y cerrar de ojos ya la tenía en mi cocina, en mi salón. Quise hacerlo perfecto: un par de copas con hielo, música jazz, en mi salón, los dos solos… Ella tenía sueño cuando yo le volví a insistir. Le dije que cómo era que había aceptado si no entendía el castellano, me respondió (en inglés, por supuesto) que lo suficiente cómo para saber cuando se necesita algo más que un baile. Y entonces bailamos unos segundos: agarrados, el uno sólo con el otro; y fue cuando yo desnudé mi alma: se lo di absolutamente todo de mí, mi yo más yo, el más íntimo, el más perfecto…

            Volví a la cocina pero a la vuelta a ella le había ganado la batalla el cansancio: estaba durmiendo tapada con mis mantas en mi sofá, tan perfecta… Curiosamente se apoyaba algo gris y pesado en la frente y yo se lo quise quitar de ahí: no entendía lo que era. Algún pelo de su precioso cabello le pude arrancar, para mi desgracia, que la desperté y bastante enojada. Yo a despensas de una disculpa en toda regla intenté justificarme pero ella me decía que era totalmente justo y necesario que hubiera cargado su portátil ya que era algo que quería hacer por ella misma para no molestarme. Yo me excusé como intento de caballero, pero le sentó mal.

            De repente me sonó el móvil: era el tono de Diana Krall que tengo por llamada. Vi en la pantalla “Capitán Chándal llamando”. ¿Qué coj…? – pensé.

-          ¿Sí? – respondí extrañado.
-          ¡Hola Xavi, soy Izan! ¿Te pillo en mal momento?  – respondió una voz al otro lado.
-          Hombre, pues… sí. ¿Qué quieres?
-          Verás, tengo libre. ¿Quieres quedar y vamos al cine? Hacen una sesión muy buena a las 2.35h y si quieres puedo pasar por tu casa a recogerte, ¿Te hace?
-          Estoy ocupado, adiós – dije impacientado.

            Ella empezó a hablar fuerte: no a gritar, a hablar fuerte. Estaba muy dolida y algo cabreada. Intentó irse: y se fue. En ese mismo instante se me juntaron dos cosas: el abandono de mi diosa despampanantemente vestida con lentejuelas de un rojo apagado y el llegar de Izan al lado de un conductor vestido con un chándal gris y azul.

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            Fue todo un caos que no supe del todo entender pero que ocurrió. En un instante cambió todo: oía tacones de aquí para allá caminando con relajada prisa. Por un instante fantaseé con ella: todo había ocurrido. Pero en seguida me di de bruces con la realidad cuando el estúpido ingente de mi cerebro me devolvió a mi verdad, la más pura: mi vida. Quise huir de ella, recurrir de nuevo a aquella vida tan perfecta, tan realmente superficial, pero el tenaz sentido común dictaba quedarme aquí.

            Noté algo prominentemente duro debajo de mi tórax: la tenía dura. Pero no fue excitación, apenas la doméstica acumulación de orina matutina. Era todo muy confuso, pero real. Era mi realidad, la permanente, la veraz, la mía. Poco a poco se fue secando el lago de mis deseos, de mis sueños, y daban paso al desierto que era estar conmigo mismo. Esperé al apagar de la voz, a la dejadez del taconeo y me erguí estirando cada músculo de mi cuerpo. Era sábado. Meé y desayuné. Sólo una cosa me supo salvar de mí mismo aquella mañana de finales de verano, de principios de otoño: Good Morning. Era mi diosa.


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